Traducir es un acto de amor

Traducir es un acto de amor

Juaquin Marta Sosa

 

 

La presentación de Amante, el poemario de Rafael Cadenas, en la traducción al italiano que debemos a Ana María del Re, me suscita un sentimiento fundamental.

Salvatore Quasimodo escribió que la poesía es «el arte de renovar al hombre».

Añado que la traducción de poesía es el intento de ampliar esa renovación a espacios humanos de otros lenguajes, y si dicha traducción no ocurriera quedarían irremediablemente al margen de esa posibilidad renovadora. Dándole vueltas a esta penetrante idea de Quasimodo, he concluido que toda renovación es también un acto de amor. Así, en su fondo esencial, la traducción no es sino la expresión de un profundo acto de amor: amor a la escritura que se traduce, amor a la lengua a la que se traduce y a la que es traducida, amor al arte del poeta que se traduce. Sin esta relación de amplio enamoramiento, de profunda pasión amorosa, ninguna traducción sobrepasa la condición del catálogo de artículos domésticos de línea blanca.

Cuando la traducción se convierte en otro poema ­que no otra cosa es la traducción­ tan valioso, tan importante, tan significativo, como el original, capaz de hace vibrar las mismas redes emocionales en el nuevo lector, el que tiene ante sí la traducción, como lo logró en el lector primero, el que recorrió el poema en su texto original, estamos ­insisto­ frente a un acto y una fuerza de amor: esa fusión de dos, el poeta que escribió y el que lo traduce, que se convierten en uno con el texto que florece en la traducción, es, diría Octavio Paz, un hecho erótico pues en toda traducción alienta siempre esa «llama doble», a la que él aludía como expresión de lo amorosoerótico, la que presta el texto en su lengua primera y la nueva realidad en su lengua segunda; el original, el fundante, y el que desde ése emerge en la lengua que, gracias al traductor, lo acoge en una vida nueva y renovada.

Un poeta árabe, Al-Mutamid, hablaba de estos encuentros de poeta y traductor en versos espléndidos: «Arder lentos / en el encuentro de amor».

Y para mí tiene absolutamente toda la razón pues creo firmemente que frente a la vieja idea descalificadora de los traductores, a los que se tachaba de traidores (traduttore / traditore), más bien habría que decir que el traductor es un amante y que la traducción es un arte de amar. Nunca, entonces, tan bien aplicada esta afirmación a un poemario cuyo título es Amante.

Este título puede que para algunos se preste a equívocos, y se aproxime a sus páginas creyendo que verá manar de ellas «la leche y la miel» a la que se refería la Sulamita en El Cantar de los cantares. Pero se encontrarán con una escritura estremecedora donde el amor está mucho más allá de la miel, más allá de los huesos y de la carne y de la sangre. Es el amor que toca la realidad emocional, sentimental, moral, espiritual de la comunión humana más decisiva, la del amor del amante que trasciende al amante para nutrir con más fuerza y tensión las verdades de todo aquello que, sin perder individualidad y perfil, al contrario, acreciéndolos, nos hace unidad y fusión en la multiplicidad.

A fin de cuentas toda escritura conlleva una traducción, la que intenta trasvasar lo que se siente, lo que se ve, las cosas que nos circundan, y que gracias al lenguaje que «los traduce» y acerca se nos convierten en nuestras, en posesión. Creo, pues, que la traducción implica por sobre todo esa virtud, la de adentrarnos en la posesión de aquello que de otra manera sería abstracción genérica, intangibilidad, fantasmagoría.

Adentrándonos en esa senda, puedo citar palabras de Anne Sexton. Decía ella que «la poesía consiste en encontrarse con unos muebles y convertirlos en árboles y en bosques». Por consecuencia, el traductor ­me parece­ sería aquel que al encontrarse con esos muebles convertidos en árboles y bosques, transfiere los árboles y bosques a otros mares, a otros jardines, a otros territorios, a otras estaciones, y esos árboles y bosques que antes fueron muebles, florecen otra vez con igual poder y con la misma fertilidad en esas tierras nuevas. Quizá sea esto lo que quiso decir Eugenio Montale en un poema que tangencialmente pulsaba este tema: «Tráeme el girasol / para transplantarlo en el terreno salobre, / tráeme el girasol / enriquecido de luz de tu vida, / sangre tuya en mis venas».

No puedo sino pensar en que el traductor debería caer en cuenta de que al final del trabajo sus venas están recorridas, henchidas, pletóricas de la sangre poética de aquel al que acaba de traducir. Por si fuera poco, el traductor va incluso un paso más allá del que dio el poeta. Para explicarme me valgo de Miguel Ángel. Decía él, enfrentado a la mole de piedra: «No, no soy yo quien hace la escultura, la escultura está ya en la piedra, y cuando la voy cincelando es ella la que me habla para que descubra la figura que está allí, que ha estado allí desde siempre, desde que la piedra es piedra». Acaso el traductor es el que emprende la tarea no de encontrar una piedra para descubrir el poema que lleva en sus entrañas, sino la de atinar con un poema dentro del cual debe descubrir el mismo / otro poema que lo siga siendo en otra lengua, la extranjera, ajena, disímil, distinta, que termina por transformar en propio, incluso en original.

De allí que un poeta que también es traductor, Valerio Magrelli, ha confesado de este oficio de traductor que así: «este trabajo / me ha cansado / de tal modo que tengo el cuerpo agotado / y el espíritu rendido».

Al poeta suele ocurrirle, cuando termina un poema, la enormidad de un alivio, pero cuando el traductor concluye su trabajo, por lo que debería clamar es por un lecho donde reposar el resto de su vida, porque sus huesos han quedado literalmente molidos, sobre todo los huesos emocionales, los más sensibles del cuerpo y del alma. De este modo sólo podemos confirmar que todo traductor de verdad, también es autor de aquello que traduce. Y todo poeta mayor necesita de traductores superiores. Rafael Cadenas es un poeta mayor que encontró en Ana María Del Re una traductora mayor, y ésta sintió en Amante, como lo hemos sentido todos sus lectores, un poemario que va a resistir cualquiera de las pruebas a la que lo someta el tiempo.

Decía Jorge Wagensberg que todo buen traductor sugiere, cuida, aprovecha, insiste en su capacidad para ser olvidado. Pero no a todo traductor se le cumple ese deseo.

Así, Cortázar jamás será olvidado en su traducción de Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar. Tampoco lo será Pedro Salinas en la suya de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. De mi parte me atrevo a testificar que así como Amante no será olvidado, ni Cadenas por este poemario ni por el resto de su obra, la traducción de Ana María del Re tampoco lo será.

Parafraseando a Odysseas Elytis, el gran poeta griego, asevero que toda escritura y todo escritor, todo poema, toda traducción creadora y todo traductor de altura, valen por un propósito definitivo, sean concientes o no de él: impedir que el olvido y la muerte tengan la última palabra.

(Este texto fue leído en el Instituto Italiano de Cultura en la presentación del poemario Amante de Rafael Cadenas, en su traducción al italiano por parte de la poeta Ana María Del Re, publicado bajo el patrocinio de Trefymaca C.A. en el sello bid&co editor.)

fuente:talcualdigital.com

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